Google ha anunciado esta semana que reducirá la actividad de sus centros de datos de inteligencia artificial durante los picos de demanda eléctrica en Estados Unidos. No es una decisión voluntaria ni un gesto ecologista: es una rendición técnica. La red eléctrica no puede sostener el crecimiento exponencial de los modelos de IA. Así que, en lugar de frenar su expansión, Google opta por apagar temporalmente partes de su infraestructura cuando la red esté a punto de colapsar. Se disfraza de estrategia energética innovadora, pero es un síntoma claro de un sistema que se está forzando más allá de sus límites.
Esto no es un ensayo, es un parche. Y uno que llega tarde. Durante décadas se nos vendió la nube como algo inmaterial, como si los servicios digitales fueran “limpios” y “verdes” por defecto. Pero detrás de cada búsqueda, cada vídeo, cada entrenamiento de modelo LLM, hay centros de datos gigantescos funcionando a toda máquina, devorando energía y generando calor. Lo nuevo es que ahora esos centros no son solo para búsquedas o vídeos: ahora entrenan y ejecutan modelos de IA que consumen miles de veces más energía. Y lo hacen de forma constante, intensiva y sin descanso.
Google lo presenta como un avance: acuerdos con compañías eléctricas para «responder a la demanda» (lo que en la práctica significa reducir su consumo cuando no hay suficiente energía para todos). Pero esto no es innovación, es gestión del colapso. Estamos en una economía digital que ya no cabe en el sistema eléctrico que la sostiene. Una economía donde las grandes tecnológicas ocupan tanto espacio en la red que tienen que negociar con el operador cuándo pueden enchufar sus juguetes.
El cinismo está en que Google sigue promocionando su objetivo de usar energía 100% libre de carbono 24/7. Una narrativa de sostenibilidad que no menciona que, para alimentar su maquinaria de IA, está generando picos de demanda imposibles de cubrir con renovables. Y mientras el ciudadano corriente ve cómo se encarece su factura por un sistema saturado, las tecnológicas se blindan con acuerdos preferentes, consiguen acceso prioritario y desplazan la escasez hacia los márgenes.
Además, ¿quién decide qué parte de la IA se apaga? Google asegura que solo reducirá las tareas “no críticas”, como el procesamiento de vídeos o cargas de machine learning que pueden esperar. Pero todos sabemos cómo funciona esto: lo que no da dinero se pausa. Lo que genera ingresos sigue enchufado. Este modelo no prioriza la sostenibilidad, prioriza la rentabilidad. Y cuando el sistema no aguanta más, se apaga lo menos rentable, no lo más prescindible.
Lo que está ocurriendo es simple y devastador: hemos creado infraestructuras digitales tan grandes y dependientes de la energía, que ya no sabemos cómo alimentarlas sin comprometer todo lo demás. La IA es solo el último monstruo de esta cadena. Y Google, lejos de replantear su papel en esta crisis, solo quiere seguir creciendo, aunque eso signifique reconocer —muy suavemente— que tendrá que parar de vez en cuando.
Pero el problema no se soluciona con pausas estratégicas. Se soluciona cuestionando el modelo: ¿realmente necesitamos esta expansión infinita de servicios basados en IA? ¿Qué necesidades estamos satisfaciendo? ¿Cuántos recursos reales estamos sacrificando para sostener esta fantasía digital?
Que Google tenga que empezar a desconectar su IA en momentos clave no es una anécdota: es una señal de alarma. Y si no la escuchamos, pronto no será solo la IA la que haya que apagar.


