La “nube” no es un milagro etéreo: es una máquina gigantesca que traga electricidad, agua y suelo para escupir minutos de vídeo, respuestas de IA y promesas de eficiencia que nunca llegan a cuadrar la cuenta ecológica. En un marco colapsista, la conclusión es directa: no hay equilibrio posible entre la expansión infinita del cómputo y un planeta finito. Lo que llamamos transformación digital es, en realidad, una ampliación del extractivismo: cambiamos minas por racks, pozos por torres de refrigeración y oleoductos por líneas de alta tensión; la lógica de fondo es la misma, devorar recursos para sostener una curva de demanda que solo conoce un verbo: crecer.

El sector vende “eficiencia” como antídoto. Chips más densos, modelos más afinados, mejores algoritmos, refrigeración más “inteligente”. Pero la Paradoja de Jevons no es un eslogan: cada punto de eficiencia abarata el uso y, por tanto, dispara el consumo total. Lo vemos ya con la IA: un modelo que responde más barato y más rápido multiplica sus casos de uso, coloniza procesos que antes nadie pensaba automatizar y empuja a montar más centros, contratar más potencia, acaparar más agua. La resultante no es contención, es aceleración. La nube promete ahorrar, pero su equilibrio es imposible: cada ahorro local abre diez puertas nuevas al gasto global.

El agua es el talón de Aquiles que el marketing intenta esconder bajo métricas limpias, pero oculta la mitad del problema: el agua indirecta embebida en la electricidad que mantiene vivos los servidores veinticuatro horas al día. La nube no solo bebe de sus torres de enfriamiento; bebe de la central que la alimenta y de la cuenca que enfría esa central. Cuando la meteorología aprieta, el espejismo se disipa: el consumo continuo de miles de metros cúbicos anuales compite con barrios, con agricultores, con ecosistemas que ya están al límite. No es un fallo puntual: es la consecuencia inevitable de ubicar infraestructuras sedientas en regiones con estrés hídrico estructural.

La opacidad corporativa no es un accidente, es una estrategia. En Reino Unido, el caso de Amazon es paradigmático: cuando la conversación pública gira hacia la huella hídrica real de los centros de datos, aparecen expedientes con cifras mutiladas, secretos comerciales para bloquear solicitudes de transparencia y comunicados que celebran metas de “water positive” en 2030 mientras se minimiza lo indecible hoy. La jugada es siempre la misma: reducir el perímetro de lo que se cuenta (solo agua directa, solo temporada fresca, solo una planta “modelo”), inflar compensaciones fuera de cuenca y vender como solución el uso de efluentes tratados que no están disponibles a la escala, la hora y el lugar donde se necesita. Si la comunidad no puede ver el volumen real que se extrae y se evapora, no puede decidir; y si no puede decidir, la empresa decide por ella.

México condensa el choque entre marketing y materialidad. Se promete un “hub” digital en medio de sequías recurrentes y redes con cuello de botella. En Querétaro y otros polos de expansión, los vecinos aprenden a base de cortes y racionamientos que la nube pesa. Se dirá que no hay causalidad directa, que todo cumple la ley, que los consumos son “responsables”. Ese es el truco: transformar un conflicto político —quién se queda el agua cuando no llega para todos— en un trámite administrativo de licencias, exenciones y memorias de impacto redactadas para minimizar. La realidad, sin embargo, es biológica y termodinámica: las cuencas no obedecen a las notas de prensa.

Otro mito útil al greenwashing es la electricidad “100% renovable” comprada a golpe de certificado anual. La operación es contable, no física: un centro de datos opera hora a hora; la generación limpia también. Cuando no hay correspondencia horaria y geográfica —cuando el sol se ha ido o el viento no sopla— el hueco lo rellena el sistema con lo que tenga, que no suele ser “cero”. La nube se proclama limpia firmando papeles mientras las redes se recalientan, las tarifas suben y las comunidades asumen el coste de nuevas líneas, subestaciones y almacenamiento que nadie contabiliza en el coste de la innovación.

La narrativa de “empleo y progreso” pretende cerrar la discusión: ¿quién puede oponerse a inversiones millonarias? Pero el saldo neto para los territorios suele ser magro: trabajos cualificados y escasos, cadenas de valor fiscalmente deslocalizadas y un rastro de infraestructuras que anclan aún más la dependencia material al cómputo infinito. Presentado así, el dilema moral queda despejado: ¿queremos una economía que compita por litros y kilovatios contra sus propios ciudadanos para alimentar chatbots y anuncios hipersegmentados? La respuesta desde el colapsismo no es sentimental, es de prioridades materiales: primero el agua de la vida, luego … la vida también y menos tonterias.

Decir “no” es la palabra que falta en el glosario de la modernidad digital. Decir “no” a centros de datos “ «no” a contratos con acuerdos de confidencialidad que blindan la información pública; “no” a balances “water positive” que suman proyectos en otra cuenca mientras secan la propia; “no” a desplazar el coste de red a quienes no han pedido IA para vivir. Decir “no” no es anti-tecnológico: es la única forma honesta de reconocer límites y proteger lo esencial.

Quienes argumentan que las mejoras tecnológicas resolverán el dilema ignoran la dinámica sistémica del crecimiento. La IA es la máquina de multiplicar demandas: más datos, más inferencias, más latencia mínima, más centros cada vez más cerca de los usuarios, más “edge”, más todo. Perseguir la eficiencia en este contexto es como apretar el acelerador confiando en que el coche gaste menos: llegará más lejos, sí, pero también más rápido hacia el precipicio de los límites ecológicos. Si el objetivo no cambia —si el negocio es maximizar horas de cómputo vendidas—, la tecnología será solo el bisturí que hace más limpia la herida, no la cura.

Por eso el caso de Amazon en Reino Unido importa más allá de sus cifras: establece el precedente de que el agua es un secreto comercial cuando conviene, y un compromiso “positivo” cuando toca campaña. Ese doble discurso es la herramienta para desactivar la democracia material: donde hay opacidad, no hay deliberación; donde no hay deliberación, decide la empresa; donde decide la empresa, el territorio es un alféizar de su hoja de Excel. No es un desliz: es el manual.

La nube no flota: se sostiene con tuberías, cables y permisos. Y cada uno de esos elementos es finito, conflictivo y frágil en un clima que se vuelve extremo. Ante esa realidad, el colapsismo no propone nostalgia, propone prioridades. Si hay que elegir —y ya estamos eligiendo—, el agua potable y los ecosistemas van antes que los data lakes; la energía de base para hogares y hospitales, antes que los picos de entrenamiento; la vida digna, antes que el capricho de una economía que quiere predecirlo todo a costa de agotarlo todo. No hay equilibrio posible entre un sistema que solo se justifica creciendo y un planeta que ya no puede dar más.

No se trata de “hacerlo mejor”, se trata de hacer menos. Menos cómputo superfluo, menos centros en cuencas secas, menos opacidad, menos sobrerredes que nadie pidió. Y, sobre todo, se trata de devolver la decisión a quienes beben del grifo y pagan la factura, no a quienes convierten el agua en ventaja competitiva y el silencio en línea de negocio. Si no cambiamos las reglas, la inteligencia artificial seguirá bebiéndose el futuro, y cuando abramos el grifo y no salga nada, descubriremos demasiado tarde lo obvio: que la nube nunca estuvo en el cielo, siempre estuvo chupando de nuestra misma tubería.


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