La crisis de diésel que atraviesa Bolivia es mucho más que un problema puntual de abastecimiento. Es el reflejo de un modelo económico agotado y de una dependencia energética que, lejos de estabilizarse, amenaza con arrastrar a toda la región hacia una situación de colapso. El transporte pesado, que constituye la columna vertebral de la economía boliviana, está prácticamente paralizado: se estima que el 90 % de los camiones se encuentran varados en filas interminables en estaciones de servicio de departamentos como Santa Cruz, La Paz, Cochabamba, Oruro, Pando y Beni.
La falta de diésel genera efectos inmediatos y devastadores. Los camioneros pasan días completos esperando, atrapados en colas que pueden sumar hasta 300 vehículos por surtidor. Esta parálisis produce accidentes, robos, congestión vial y, sobre todo, pérdidas millonarias. La economía no se detiene de manera abstracta: cada camión parado significa menos alimentos en los mercados, menos insumos en las fábricas y menos exportaciones saliendo del país.
A este escenario se suma un fenómeno bien conocido en contextos de escasez: la aparición de mercados paralelos y mafias del combustible. Transportistas denuncian que mientras la mayoría apenas consigue quinientos litros, otros logran cargar hasta dos mil gracias a “tarjetas especiales” y conexiones políticas o empresariales. El litro de diésel, que debería tener un precio regulado, llega a venderse a diez bolivianos en el mercado negro. La corrupción institucional y la falta de control estatal permiten que redes ilegales se enriquezcan, consolidando un poder paralelo que reemplaza al propio Estado en la gestión de un recurso vital.
La minería ilegal es uno de los grandes agujeros negros del combustible en Bolivia. Este sector, que opera sin regulación y a menudo con protección de intereses locales o internacionales, consume enormes cantidades de diésel. La extracción aurífera en zonas como el norte paceño o el Beni depende de maquinaria pesada que funciona casi exclusivamente con este carburante. El desvío hacia la minería no solo agrava la escasez para el transporte y la producción nacional, sino que alimenta un circuito económico opaco, vinculado al contrabando, la trata y la degradación ambiental. En otras palabras, el diésel que debería mover alimentos y mercancías termina sosteniendo un sistema de explotación ilegal que destruye territorios y comunidades.
Lo que está ocurriendo en Bolivia es un ejemplo de cómo una sociedad puede entrar en un círculo vicioso de difícil salida. A menor abastecimiento de combustible, mayor proliferación de colas. A más colas, más retrasos y pérdidas económicas. A más pérdidas, más inflación y descontento social. Ese descontento abre la puerta al mercado negro, que a su vez drena aún más el suministro oficial, perpetuando el ciclo. Se trata de una dinámica de entropía social y económica donde cada intento de solución parcial genera nuevas tensiones.
El trasfondo de esta crisis es estructural. Bolivia depende de la importación de diésel, y su capacidad de producción interna es insuficiente. El país no controla plenamente el flujo de divisas necesarias para mantener estables las compras internacionales, y a esto se suman los desvíos sistemáticos hacia actividades ilegales como la minería y el contrabando transfronterizo.
Lo más preocupante es que esta crisis no es exclusiva de Bolivia. La Agencia Internacional de la Energía ya ha advertido que el suministro global de combustibles líquidos se encuentra bajo una presión sin precedentes. La demanda crece mientras las reservas accesibles y baratas se reducen. Las proyecciones no ofrecen esperanza: el mundo se adentra en un escenario de mercados cada vez más tensos, de competencia feroz por cada barril de diésel y de vulnerabilidad generalizada para los países que dependen de las importaciones.
Desde una perspectiva colapsista, la crisis boliviana no es un accidente ni un caso aislado. Es un adelanto de lo que ocurrirá en numerosos países en los próximos años: sistemas logísticos detenidos, economías nacionales paralizadas, mafias del combustible multiplicándose y Estados debilitados frente a la erosión de su soberanía energética. Lo que hoy parecen episodios locales terminará siendo un patrón global, porque sin energía no hay economía, y sin diésel los camiones que mueven el mundo se quedarán parados para siempre.