En los últimos meses, los titulares de la prensa internacional han repetido sin descanso un número: 65.000 muertos en Gaza. Es la cifra oficial que circula como si fuera la verdad absoluta, un dato cerrado y verificable. Pero cualquiera que mire más allá de ese titular sabe que es solo una parte de la historia.

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La relatora de Naciones Unidas para los territorios palestinos ocupados, Francesca Albanese, ha puesto voz a lo que muchos sospechaban: la cifra real podría ser hasta diez veces mayor. Según académicos, científicos e incluso investigadores israelíes, la devastación total de la Franja y el colapso sanitario apuntan a un escenario que superaría los 600.000 muertos, incluyendo a decenas de miles de niños que nunca entraron en las listas hospitalarias, porque murieron bajo los escombros, de hambre o de enfermedades sin tratar.

Ese dato debería haber hecho temblar las redacciones del mundo entero. Y, sin embargo, lo que vemos es justo lo contrario: una repetición mecánica de la cifra más baja posible, sin contexto, sin explicaciones, sin advertir al lector de que se trata de un recuento claramente incompleto.

El control del relato

¿Por qué ocurre esto? Porque Israel no solo libra una guerra en el terreno, sino también en la narrativa. Su influencia sobre los grandes medios es enorme, y el resultado es que el horror se minimiza. En lugar de mostrar la magnitud real de la masacre, se fabrica un número “aceptable” para las audiencias internacionales. Menos de 50.000 muertos se convierten en un marco cómodo: suficiente para reconocer que hay una tragedia, pero no tanto como para provocar un terremoto político global.

Los medios, al aceptar ese marco sin cuestionarlo, se convierten en engranajes de una maquinaria que busca ocultar la verdad. Lo hacen quizá sin intención directa, atrapados en rutinas, dependientes de fuentes oficiales, temerosos de perder acceso o de ser tachados de parciales. Pero el resultado es el mismo: la opinión pública recibe un relato recortado, domesticado y, en última instancia, falso.

La contabilidad política del dolor

Lo que está ocurriendo con Gaza no es nuevo: en otras guerras ya hemos visto cómo los muertos se cuentan según conviene a quienes tienen el poder. Pero la escala aquí es insoportable. Se está enterrando no solo a los palestinos bajo los escombros, sino también su memoria estadística, su lugar en la historia.

Hablar de 65.000 cuando podrían ser 600.000 no es un matiz: es un acto de manipulación. Es reducir una catástrofe humanitaria al tamaño de una nota a pie de página. Es maquillar el genocidio para que encaje en los noticiarios de 30 segundos.

La verdad secuestrada

La gran pregunta es por qué la sociedad occidental acepta este relato sin rebelarse. Y la respuesta, por dolorosa que sea, es que Israel controla la manera en que se cuentan los hechos. Controla las cifras, los enfoques, los titulares. Tiene la fuerza diplomática, política y mediática para imponer la versión que menos le incomoda.

Pero la verdad está ahí, esperando a salir a la luz. Tarde o temprano, cuando se excaven las ruinas, cuando se abran los archivos, cuando se recupere lo que hoy se silencia, se sabrá que la magnitud fue mucho mayor. Y entonces no solo habrá que señalar a los responsables de las bombas, sino también a quienes ayudaron a esconder los cadáveres bajo montañas de estadísticas falsas.


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